CAPÍTULO UNO
Por supuesto llegué una hora antes que los demás,
seguramente por los nervios de comenzar. Uno nunca puede estar seguro de cómo
van a salir las cosas el primer día y precisamente, ese día, es el más
importante. No paré de dar vueltas a la sala, rodeando las sillas dispuestas en
círculo. Parecía una especie de trivial, con todos los muebles de diferentes
colores. Tal vez no sería mala idea elegir qué ubicación era la más correcta
para mí, que tenía que dirigir “el cotarro”. Un sillón no era apropiado porque
podrían sentirse intimidados, y elegir una silla de ese grupo multicolor y
multiforme era complicado. Tal vez la silla roja y gris de madera que era un
poquito más alta que las demás… Lo cierto es que daba lo mismo, sólo estaba
nervioso y ocupaba mi mente en tonterías a la espera de mi grupo.
Aún faltaba un cuarto de hora para empezar cuando llamaron
a la puerta. Estiré el pecho, carraspeé, me puse de puntillas y lancé un
“¡adelante!” lo más elegante y profundo posible.
La puerta no se abrió y decidí acercarme hasta ella y
recibir a quien quiera que fuese el primero en llegar… Nadie…
- ¿Hola? ¿Hay alguien? - solté al aire.
No salía de mi asombro. Tal vez había sido fruto de los
nervios y realmente no habían llamado a la puerta… Pero de repente, de un
salto, una figura pequeña y regordeta se plantó a menos de diez centímetros de mí
y empezó a olisquearme a la altura del pecho.
- ¡Vaya! Qué susto me has dado… ¿Vienes a la terapia?
Puedes pasar… Eres el primero… - La situación no era muy cómoda y yo no podía
parar de parlotear para darle normalidad al asunto, pese a que recorrió todo mi
torso con su nariz pegada a la camisa haciéndome sentir como un capullo (en
flor). De repente paró y se quedó mirándome fijamente a los ojos, escrutándolos
como quien enhebra una aguja y presta una atención infinita a su labor.
Me di cuenta de que yo casi estaba haciendo un “Matrix” con todo el cuerpo echado hacia
atrás, pero con los brazos pegados a los lados (fue un acto reflejo porque me
daba la sensación de que, si no las protegía, mis axilas iban a ser invadidas
por esa nariz respingona).
De repente, el individuo sonrió y me dijo:
-Hola, sí, vengo a la terapia y tú hueles muy bien. Me llamo
Manu – Me rodeó, entró dando saltitos como una bailarina, meneando un bolso
rojo de mano por los aires y canturreando seguramente una copla. Eligió uno de
los sillones y se dejó caer. Luego cruzó… bueno, intentó cruzar las piernas,
que se le resbalaban una contra la otra hasta que se rindió y las dejo
paralelas, pero de puntillas.
-Soy Jorge… adelante… -Yo estaba paralizado en la puerta.
Todavía no me había recuperado de la posición tan tensa. Parpadeé un par de
veces para volver del shock, tosí, me alisé la camisa y me aproximé al círculo
de sillas.
Simplemente me senté porque no creía conveniente empezar
ninguna conversación privada. Era mejor que estuviesen todos para que no
hubiese susceptibilidades. Yo sí que crucé las piernas, saqué mi libreta y empecé
a tomar notas, observando a Manu de vez en cuando por si le daba por alguna
otra reacción extravagante, poder apuntarla. Él seguía canturreando, cuando de
repente, sacó un abanico de su bolso, lo abrió con energía y elevó la voz como
si la vida le fuese en ello.
-¡¡¡Hace tiempo que no siento nada al hacerlo
contiiiiiiiiiiiiiiiigo!!! – el susto que me llevé fue monumental. Creo que
hasta solté un “gritín” a la vez que se me descruzaban las piernas y casi me
caí de la silla hacia atrás. A continuación, guardó el abanico y siguió
cantando para sus adentros como si no hubiese pasado nada…
La madre que lo… Vale, soy el director de la obra, pero uno
no acaba de acostumbrarse a estas cosas. Entonces empecé a sentir algo de
pánico pensando que si cada uno de los pacientes tenía un diagnóstico diferente
y eran más bien proclives a mostrar “sus encantos” se iba a montar la
Marimorena. Evidentemente estos pensamientos eran fruto del nerviosismo. Tenía
que confiar en todo lo que había aprendido en tantos años y ponerlo en práctica
con serenidad. Nada más. Y todo iría perfecto.
Me levanté y le dirigí una sonrisa a Manu. Me acerqué a la
puerta y decidí que, para evitar males mayores, era mejor dejarla abierta y así
disponer de cierta distancia para con las siguientes apariciones rocambolescas
que pudieran acaecer.
Pero no me dio tiempo. Cuando me giré para volver a mi
asiento, noté que una mano caía sobre mi hombro con el peso de una tonelada.
Frené en seco mientras un escalofrío recorría la espalda. Giré la cabeza y mis
ojos tropezaron con un anciano pequeño y delgado, pero con unos brazos
anormalmente largos y con manos de minero. Llevaba una boina negra calada hasta
las cejas y un palillo colgaba de la comisura de sus labios.
-¡¡Yepa!! ¿Es aquí la terapia “pa los locos”? - A
continuación, tiró de mi hombro hacia atrás como para apartarme del medio y,
subiéndose los pantalones (que ya eran tobilleros de por sí), se acercó a las
sillas y se sentó en frente de Manu.
Lo cierto es que nunca me habían ignorado con tanta naturalidad.
Me acerqué a mi sitio, me senté y repasé mis notas:
-Eh… Soy Jorge… ¿Es usted Maikel?
-Eso es. Soy Maikel. Como el “Yacson”, pero de pueblo- A continuación,
se levantó de la silla, se cogió con fuerza del paquete y tiró de él hacia
delante, poniéndose de puntillas, levantando la otra mano y gritando: ¡¡Uh,
uh!! A lo que añadió un “¡Yepa!” y una carcajada muy sonora.
Manu sacó su abanico del bolso de nuevo, lo abrió con un
golpe seco y empezó a darse aire a la velocidad de la luz, mirando por encima
de él a Maikel con los ojos como platos y la espalda muy recta como si le
hubiesen ofendido en lo más profundo de su ser.
Iba a ser un día muy largo…
El siguiente en entrar era un hombrecillo menudo, que
llevaba una camisa demasiado amplia para su tamaño y un pantalón corto cortado
(es decir, que había cogido unas tijeras y por donde dios le había dado a
entender había hecho el tajo). Calzaba sandalias marrones y llevaba unas gafas
que debían contrarrestar como mil dioptrías. Tanto es así, que se le veían unos
ojazos como melocotones. Llevaba el pelo engominado hacia atrás y una horquilla
de una mariposa en el centro, sujetando de alguna manera el flequillo, que, por
otra parte, no necesitaba porque se notaba que allí había más gomina que agua
en el mar. Creo que todos los presentes nos quedamos mirando la mariposa como
si fuese una aparición. Era imposible quitar la vista de aquella figura
multicolor que parecía un accidente para con el resto del individuo.
- ¡Macho! ¡Que llevas un bicho en el pelo! - berreó Maikel
como si hubiese descubierto América. Yo permanecí callado unos momentos porque
quería ver la reacción del nuevo invitado.
Y éste siguió andando despacio, casi levitando, con las
manos en los bolsillos de su desastre de pantalón y mirando fijamente… ¡a
todos! Porque no había manera de dilucidar si había algo que no captasen esos
ojazos. Y aunque era consciente de que sólo era una distorsión por las lentes,
la sensación que conseguía era inquietante. Alcanzó una de las sillas, justo
pegada a Maikel y se sentó con una suavidad inesperada. Apoyó su espalda en el
respaldo y giró la cabeza despacio, muy despacio, hacia su compañero,
lanzándole todo su poderío visual.
Maikel lo miró mientras sonreía, pero cuando pasó un minuto
se dio cuenta de que no había buen rollo, desvió la vista hacia Manu como
buscando ayuda, pero Manu estaba escondido detrás de su abanico con la cabeza
ladeada y con la vista todavía fija en la mariposa. Entonces Maikel dijo:
-Pues yo creo que me voy a cambiar de sitio, porque aquí me
da el sol- En ese momento todos miramos a nuestro alrededor moviendo
rápidamente los ojos y buscando un sol en el sótano…
Cuando hizo mención de levantarse, el “ojazos” le puso la
mano encima del brazo y lo volvió a sentar, sin quitarle la súper-mirada de
encima y serio como un parlamentario anglosajón. Maikel entendió que no estaba
la cosa para provocar y decidió quedarse sentado:
-Aunque un poco de sol no me va a venir mal, “pa” coger
colores…- El nuevo, seguramente conforme con la explicación, soltó a su
compañero y giró la cabeza muy, pero que muy despacio. Tan despacio que los
allí presentes empujábamos con nuestros cuellos hacia la dirección que tenía
que tomar, como para ayudarle a distancia.
Terminada la maniobra, todos nos recolocamos los cuellos y
las posiciones en los asientos como si hubiésemos hecho el esfuerzo de nuestra
vida. Entonces me dirigí a él:
-Veamos, buenos días… mi nombre es Jorge y tú eres…
mmmmsss…
-Prepedigno.
Revisé mi lista de asistentes y lo localicé. Entonces tuve
que tragar el nudo que se me había puesto en la garganta. Obviando que el
nombre ya daba para mucho, pude ver que en su ficha constaba literalmente: …
“con tendencias psicópatas…”. Y yo, que hasta entonces había odiado las
tendencias de moda, lo que hubiese dado en ese momento para que esa frase se
refiriese a llevar calcetines con sandalias… Pero no. Allí estaba Prepedigno,
sin decir ni una palabra y dedicándome su mirada de melocotón fijamente porque
yo había sido la última persona en tener contacto hablado con él.
Decidí hacerme el despistado y fingí que tomaba notas en la
libreta. De vez en cuando, levantaba la vista y me tropezaba con esos faros
dirigidos directamente a mí. Manu seguía mirando la mariposa del pelo de
Prepedigno como si le hubiese abducido y Maikel le miraba de reojo mientras
giraba compulsivamente el palillo en su boca.
El ambiente estaba muy tenso y yo esperaba como agua de
mayo que entrase alguien más por la puerta que captase de alguna manera la
atención del ojazos. Y ocurrió.
Una figura aristocrática con traje de raya diplomática y
monóculo hizo una entrada triunfal golpeando el suelo con su bastón dos veces y
presentándose:
- ¡Hace su aparición, Don Pelayo del Castillo y Quiñones
del Real! - Otros dos golpes de bastón dieron por finalizada su presentación y
avanzó con paso firme pero suave hacia nosotros.
Me presenté: -Soy Jorge y voy a dirigir esta terapia.
Siéntese donde prefiera, por favor.
- ¡Un momento! -dijo Manu de repente - ¿Por qué a él le
llamas de usted y a nosotros nos has tuteado desde el principio?
Todas las miradas se posaron en mí con cara de
interrogación, excepto la de Don Pelayo que era de satisfacción. –Bueno… yo… no
lo he pensado, pero si preferís que os llame de usted de momento no hay ningún
problema. No quiero que nadie se ofenda por eso. -
-Pues sí que empezamos bien- siguió Manu- Como si yo no
tuviera ya suficientes asuntos relacionados con la discriminación… - y de
repente cantó con toda su energía: “¡¡¡se me enamora el alma, se me
enamoraaaaaaaaaaaaaa!!! Y volvió a abanicarse con energía folklórica.
Todos le miraron atónitos, excepto Pelayo, que seguía de
pie en medio del círculo, esperando seguramente a que la atención se posara en
él para tomar asiento:
-Ejem- dijo- procedo a sentar mis posaderas. – Captada la
atención, sacó un pañuelo del bolsillo y sacudió el polvo del sillón con él
antes de tomar asiento.
Al ver que se levantaba cierta cantidad de polvo, todos los
demás, excepto yo, se levantaron de un salto de sus asientos y miraron sus
sillas y sillón con repeluco. Pasaron el dedo por ellos y al comprobar que
estaban limpios (porque ya lo llevaban todo pegado al culo), se sentaron todos a
la vez, cada uno en su asiento como si no hubiese pasado nada.
Yo no dejaba de tomar notas de todo lo que veía y oía. El
grupo se estaba completando. Me levanté y sin encomendarme a nadie (yo era el
“jefe”) encendí la radio para ambientar con algo de música, con tan mala
fortuna que tropecé con una crítica a la película “Alguien voló sobre el nido
del cuco”. Como no me parecía lo más apropiado, intenté cambiar de sintonía,
pero el botón saltó por los aires seguramente pensando: “Soy del todo a cien,
te jodes”. Así que, nervioso, porque todos me miraban raro, intenté bajar el
volumen hasta cero, pero eso no ocurría y el crítico de pacotilla estaba
riéndose desde la radio a carcajada limpia del protagonista de la película
usando más veces de las recomendables las palabras loco, chiflado, orate, ido…
Entonces cogí el aparato y con todas mis fuerzas lo estampé contra el suelo.
No terminó de morir y se oía como si se le hubiesen acabado
las pilas: “loooooco…” Así que empecé a saltar encima de lo que quedaba de la
radio hasta asesinarla por completo.
Me recompuse, me atusé el pelo y le di una coz al cacharro
en el suelo como para hacerlo desaparecer. Entonces Prepedigno se dirigió a mí:
- ¿Estás bien? -Agradecí su interés, aunque me extrañó que procediese
precisamente de él… por lo de la tendencia…
-Sí, sí… gracias, Prepedigno. Disculpad mi comportamiento.
También es el primer día para mí, y quiero que todo sea perfecto. Son los
nervios.
Prepedigno: - Me importa un huevo tu estado de ánimo. Sólo
quiero saber si estás bien de la cabeza, porque el numerito que has montado no
es ni medio normal.
Este comentario ya me cuadraba más. Pero no podía dejar que
me amedrentase la situación:
-Bueno, aquí no vamos a hablar de mí. Sólo vais a hablar de
vosotros. Así que, vamos a esperar diez minutos más y empezaremos los que
estemos.
Y esos fueron, sin duda, unos de los diez minutos más
largos de mi vida…